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Modelo básico para el análisis de la racionalidad argumentativa de las decisiones judiciales
Escrito por: Alberto Alfaro-Alvarado | Abogado y Consultor Legal | Máster en Derecho Constitucional (Universitat de València)
Supongamos que estamos leyendo (o escribiendo), con propósito analítico y crítico, una sentencia. Pues bien, ante cualquier afirmación de contenido no perfectamente evidente que en ella se contenga y que resulte o se presente como relevante para la justificación del fallo, debemos hacernos siempre la siguiente pregunta, para empezar: eso por qué. Algunos ejemplos rápidos y bien elementales.
Que el juez dice que la voluntad del legislador al crear la norma era tal y cual: por qué. Que el juez afirmara que el testimonio de aquel testigo era difícilmente creíble o que el perito no parecía nada competente: por qué. Que el juez sostiene que el fin de la norma que interpreta y aplica es este o el otro: por qué. Y así siempre.
La idea de fondo es que se puede tildar de arbitraria toda afirmación, no evidente en su contenido, que sea relevante para la resolución del caso y que no esté justificada con razones admisibles que la hagan o, al menos, sirvan para hacerla y pretendan hacerla, razonable.
Esa idea general, la de interrogar siempre sobre los porqués, puede desglosarse o precisarse en tres preguntas que cabe enunciar así: usted por qué lo sabe (i), eso a qué viene (ii) y por qué tenemos nosotros que pasar por eso (iii).
(i) La pregunta sobre usted por qué lo sabe será aplicable siempre que en la sentencia el juez haga una afirmación relevante y cuyo contenido no sea del dominio común. Supongamos que, con importancia para el caso que se está dirimiendo, se afirma en la sentencia que el ochenta por ciento de la población masculina adulta mide menos de ciento sesenta centímetros. Una tesis así, más que dudosa y discutible, o está avalada por algún tipo de estudio empírico, análisis fáctico o encuesta, por ejemplo, o podrá tenerse por perfectamente arbitraria del todo. Si el juez mantiene que tal afirmación está respaldada por este o aquel trabajo de campo, la perspectiva crítica podrá trasladarse al método y fiabilidad de dicho material científico, pero, en principio y mientras no conste o se haya aportado un análisis de contenido opuesto, podremos considerar que sí se ha justificado la tesis, al menos mínimamente.
En caso contrario, podremos aplicar la siguiente pauta crítica: si el juez mantiene, sin más, que “A” y yo mantengo, sin más, que “no A” y si ni él ni yo aportamos ulteriores razones, por qué ha de valer más su tesis que la mía. Si la única contestación con la que podemos contar es que porque él tiene una autoridad de la que yo carezco, nos hallaremos ante una deficiencia en la racionalidad argumentativa de la sentencia: el juez solicita para su afirmación acatamiento por ser él quien es, no porque valga ella en sí e independientemente de la condición del que la sostiene.
Nos estamos refiriendo, en este primer apartado, al requisito de exhaustividad o de saturación de los argumentos, que viene a expresar que toda afirmación no obvia debe aparecer justificada hasta el límite de lo razonablemente posible.
(ii) La exigencia siguiente es la de pertinencia de los argumentos. Por muy verdadera que sea una afirmación o muy convenientes las razones que se expongan, han de venir a cuento, han de ser pertinentes para el caso, para lo que concretamente se está debatiendo. En caso contrario, no es razón para el caso y su fallo, aunque lo sea, y buena, para otras cosas. De ahí que siempre debamos tener lista esta pregunta al analizar los argumentos judiciales: esto a qué viene.
Si un amigo nos pregunta por qué hemos dejado de irnos de fiesta y le respondemos que es debido a que un electrón no sería un punto sin estructura interna y de dimensión cero, sino una cuerda minúscula en forma de lazo vibrando en un espacio-tiempo de más de cuatro dimensiones, le estaremos mentando la Teoría de cuerdas, que no es broma, pero él sí puede considerar, con fundamento, que le estamos gastando una broma o que no tomamos su pregunta en serio. Y así será, con seguridad, salvo que desarrollemos el argumento para mostrar la conexión entre aquella hipótesis científica y modelo fundamental de la física teórica y nuestra saludable decisión.
(iii) El tercer test al que podemos someter los argumentos judiciales es el que se plasma en las preguntas sobre por qué tenemos que pasar por eso o eso a nosotros qué nos importa. Se hace referencia a que todo argumento que pueda contar como sustento del fallo judicial ha de ser un argumento admisible. Aquí hablamos de la admisibilidad general de un argumento, como argumento que pueda utilizarse en un razonamiento jurídico, y más dentro de los márgenes del Estado de Derecho.
Tomemos un ejemplo. El juez que interpreta el enunciado normativo N se ve en la necesidad de elegir entre dos interpretaciones posibles del mismo, S1 y S2, de cada una de las cuales van a derivarse diferentes consecuencias decisorias para el caso. Pongamos que ese juez adopta un punto de vista religioso y dice que se debe dar preferencia a S1 por ser el contenido resultante el que mejor se compadece con lo que Dios le comunicó a su líder. Habría usado lo que podríamos llamar un argumento teológico de interpretación para respaldar su preferencia interpretativa.
Y, sin duda, su proceder no nos parecerá admisible, por incompatible con los fundamentos de nuestro Derecho. O imaginemos que ese juez se inclina por S2 con el argumento de que el sentido así resultante de N es el estéticamente más bello, el más acorde con las pautas vigentes de belleza urbanística, porque ahora el país está más bonito. El argumento aquí sería de tipo estético, y nos provocará el mismo rechazo.
¿Qué tienen en común ese argumento teológico y ese argumento estético, que hace que la interpretación resultante no nos parezca justificada en tanto que interpretación jurídica? Pues que se trata de dos argumentos interpretativos no admisibles en nuestra cultura jurídica. En cambio, si tal juez echa mano de un canon o argumento teleológico, o de uno sistemático, o de uno subjetivo, alusivo a la voluntad del legislador, o de uno social, etc., la interpretación resultante nos convencerá más o menos, pero no diremos que carece de justificación admisible.
La pauta de admisibilidad nos la da el que pueda un ciudadano genérico compartir o no el argumento de que se trate. Las creencias religiosas son de cada uno y los gustos estéticos son de cada cual en un estado liberal y pluralista en el que no hay ni una religión común obligatoria, ni un patrón estético autoritariamente impuesto como único o supremo. Pero si la religión es de cada conciencia y el gusto pertenece a cada individuo, resulta que el Derecho es de todos, y esa su naturaleza común se tergiversa cuando, al aplicarlo, se hace pasar por el tamiz de lo que es meramente personal del juez.
Porque el Derecho es de todos, las razones admisibles del juez sólo pueden ser las razones que tenemos en común, las que todos podamos asumir y, por tanto, no pueden ser basadas en lo que nos separa o legítimamente nos diferencia dentro de un Estado y de una sociedad que consagra el pluralismo y la libertad como valores constitucionales. Las sentencias de los jueces también pueden y deben aspirar a ser elementos en el proceso de construcción de lo común en nuestra diversidad legítima como ciudadanos libres.
Nada se avanza para ese fin al negar la discrecionalidad judicial, al camuflar la presencia de las valoraciones en las decisiones. El único camino transitable es el de la exigencia de razonabilidad de las argumentaciones con que se fundamentan los fallos que, Derecho en mano, pueden tener varios caminos, pero que, también Derecho en mano, no pueden provenir simplemente de la conciencia del juez, elevada a suprema, gratuita e incontrolada fuente del Derecho.