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La “incómoda” pero necesaria regulación del Estado para proteger a los consumidores: un tema de justicia
Escrito por: Ada Bracamonte | Abogado | Derecho de Consumo | Políticas Públicas | Bienes Raíces
Hay quienes pudieran pensar que la protección al consumidor es perjudicial o incómoda para el libre desarrollo del mercado. A estos “negacionistas” les pregunto: ¿le darían a sus hijos un medicamento que no cuente con autorización para su venta? ¿Se imaginan una Banca sin normativa que la regule y le ponga límites? Probablemente no se sentirían confiados en guardar su dinero ahí, ¿o sí?
Supongo que tampoco tomarían un crédito a sabiendas de que las instituciones financieras tienen rienda suelta para actuar, ¿o me equivoco? Lo mismo podría preguntarles con respecto al servicio de telefonía: ¿contratan un plan para celular si supieran que no existe ley alguna que lo regule? Me imagino, y espero que la respuesta a todas estas interrogantes sea un no rotundo.
Por si queda alguno que aún no se convence, retrocedamos un poco en la historia. A finales de la década de los cincuenta, en Europa, sobre todo en Alemania, se comercializaba un medicamento para disminuir las náuseas durante el embarazo: la talidomida. Como efecto directo de este fármaco, se produjeron malformaciones en alrededor de 12,000 niños, los cuales nacieron sin brazos o piernas, o fallecieron al nacer por anomalías congénitas.
El producto en cuestión fue un éxito de ventas durante años, hasta que en 1962 dos investigadores europeos independientes, Knapp y Lenz, advirtieron de sus efectos secundarios. Gracias a ello, cesó su comercialización en la mayoría de países de esa región, con excepción de España, que permitió su venta por un año más.
A diferencia de sus pares europeos, Estados Unidos nunca permitió la comercialización de este medicamento. La Administración de Alimentos y Medicamentos (FDA, por sus siglas en inglés) fue rotunda en su negativa ante las insistentes peticiones de ingreso que hizo el fabricante alemán. A criterio de dicho organismo, los estudios existentes carecían de la robustez suficiente para garantizar la seguridad de su consumo. A la postre, y visto el daño causado, esa decisión fue más que un acierto y protegió a muchas familias gestantes.
Este antecedente es ilustrativo sobre la importancia de la protección al consumidor y el papel que el Estado juega (o debería jugar) en la relación entre proveedores y consumidores. El mismo se convierte en una garantía para la vida, la salud, la integridad física y la estabilidad económica de sus habitantes. Y visto así, dicho rol estatal importa, sin lugar a dudas.
Consideremos que, de todos los actos jurídicos, el de consumo es el más cotidiano e indispensable: es ejercido por la gran mayoría de las personas, si no es que por todas, y de forma rutinaria, a veces incluso en automático. John F. Kennedy, expresidente de los Estados Unidos de América, resumía esta realidad con su famosa frase: “Consumidores somos todos”.
En esta incursión constante que hacemos al mercado —tanto para satisfacer las necesidades básicas, como las no tan básicas—, los consumidores estamos expuestos a abusos y a que se nos impongan condiciones por parte de los proveedores. Son estos los únicos que pueden brindarnos lo que necesitamos (bajo la forma de un bien o servicio), y es por ello que nos abocamos a su ofrecimiento con los ojos cerrados: compramos confiando en la buena voluntad del proveedor, sin conocer la calidad de los productos, las formas bajo las cuales fueron producidos, o la fórmula o la seguridad de sus componentes —como les ocurría a los consumidores de hace sesenta años con la talidomida—.
Sumado a este escaso o nulo conocimiento de la aptitud, calidad y seguridad del producto o servicio que contratamos, somos intoxicados de manera incesante por una publicidad agresiva (que, para más inri, en no pocos casos es engañosa). Bajo estas circunstancias, ejercer el acto de consumo sin alguien que tutele nuestros derechos se convierte prácticamente en un acto de fe.
Es ahí donde la “intromisión” del Estado equilibra la balanza, mediante el desarrollo de marcos normativos específicos y la creación de instituciones orientadas a garantizar una relación equilibrada entre proveedores y consumidores. Esto a través de dos mecanismos: por una parte, implementando estrategias de prevención para evitar los abusos y, por otra, aplicando sanciones ante conductas inadecuadas que violentan las economías familiares o que representan un riesgo para el colectivo —sea este determinado o difuso—.
En un plano ideal, la lógica del mercado debería bastar para su autorregulación: los consumidores premian a las empresas que satisfacen plenamente sus expectativas, adquiriendo sus productos o servicios, y, en cambio, penalizan a aquellas que cometen prácticas abusivas en su contra, dejando de acudir a ellas. En la práctica, sin embargo, ese mecanismo de sanción socioeconómica no opera como debería.
Y es que las relaciones entre compradores y vendedores se ven alteradas por las fallas del mercado: asimetrías de información, costos de transacción y situaciones anticompetitivas, por mencionar algunas. Se trata de situaciones que dificultan a los consumidores una correcta apreciación de las opciones del mercado, así como una resolución ágil y justa de las diferencias que puedan suscitarse en sus contrataciones con proveedores.
Es por ello que, en las últimas décadas, el consenso mundial parece apuntar hacia un papel más protagónico del Estado en la defensa de los derechos de los consumidores, fomentando el progreso de los intereses legítimos de estos. Bajo esa óptica, se vuelve imperioso que regule las fallas del mercado, interviniendo en situaciones de desequilibrio o desventaja para el consumidor, buscando el fortalecimiento de su poder de decisión y de la autonomía privada.
Las estrategias para lograr esos objetivos también parecen estar claras: el diseño y ejecución de políticas públicas eficientes, la instalación de capacidad técnica en instituciones de la Administración Pública, a fin de que estas puedan detectar deficiencias en los productos y prácticas abusivas en la prestación de servicios; así como la creación de normativa que permita a dichas instituciones actuar en contra de los infractores de manera independiente, oportuna y contundente.
Tengamos siempre presente el recuerdo de la talidomida y sus devastadores efectos. Que esa experiencia nos sirva para valorar los riesgos de una comercialización sin reglas claras ni supervisión eficiente. En cambio, fortalezcamos la creación de instituciones estatales independientes y técnicas, que promuevan una sana competencia en el mercado. Nuestros derechos como consumidores lo valen.