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Resoluciones administrativas anónimas – Dr. Ricardo Mena Guerra – Edición #83

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Artículo escrito por Ricardo Mena Guerra – IUSPUBLIK

La buena fe es un principio general del Derecho, aplicable a los órganos del Estado en el desarrollo de sus actividades. Así, el Art. 3.9 de la Ley de Procedimientos Administrativos (en adelante LPA) señala que la Administración debe servir con objetividad al interés público y que sus actuaciones estarán sujetas al principio de buena fe, en virtud del cual, esta debe ajustar sus comportamientos a una conducta honesta, leal y conforme con las actuaciones que podrían esperarse de una persona correcta.

En el mismo sentido, el Capítulo II de ese mismo cuerpo de normas, regula los derechos de las personas frente a la Administración. Entre ellos encontramos: (i) el derecho a la buena administración, que supone que los asuntos de naturaleza pública deben tratarse con equidad, justicia, objetividad e imparcialidad y resolverse en un plazo razonable, al servicio de la dignidad humana –Art. 16 N° 1 LPA–; y (ii) el derecho al acceso a la información pública, que permite a los particulares tener acceso a los archivos y registros, así como al expediente administrativo –Art. 16 N° 3 LPA–.

Por su parte, la Ley de Ética Gubernamental en su artículo 4, letra f), recoge el principio de transparencia. En consideración a este principio los funcionarios y empleados públicos deben actuar de manera accesible, a modo que toda persona que posea un interés legítimo pueda conocer si las actuaciones de la Administración están apegadas a la ley y si son coherentes con la responsabilidad, eficiencia y eficacia debida.

Empero, la práctica y la experiencia cotidiana nos demuestran que el comportamiento de algunos órganos de la Administración Pública salvadoreña está lejos de cumplir los estándares de buena fe y lealtad. Como  ejemplos de actuaciones que no se apegan al principio de buena fe, citamos las siguientes: dilataciones excesivas dirigidas a provocar la extinción de plazos que operan en contra del ciudadano; negativa de recibir solicitudes por escrito; emisión de actos sancionatorios o de gravamen sin procedimiento previo; falta de valoración de la prueba de descargo del particular; notificación de actos sin firma y sello; falta de identificación de los sujetos suscriptores de los acuerdos de órganos colegiados. Uso de sellos discordantes, inactividad de la Administración cuando tiene la obligación de obrar, actuaciones materiales ilegítimas por medio de terceros; tener los expedientes administrativos bajo su custodia desordenados, y en el peor de los casos, alterados o modificados con posterioridad a las demandas judiciales; entre otros.

Estos vicios colocan al ciudadano en la necesidad de incoar acciones judiciales contencioso administrativas -y hasta penales- para defenderse. No obstante, existen supuestos en que la impugnación se dificulta debido a las maniobras de la Administración, que pretende obstaculizar el reclamo judicial de las mismas.

Dentro de esta serie de irregularidades destacan las que llamamos “resoluciones o actos administrativos anónimos”. Estas son manifestaciones o declaraciones de la Administración en las que se desconoce quién es el órgano o funcionario emisor. Bajo estas condiciones, el ciudadano puede preguntarse: ¿a quién se debe demandar? Proponemos las siguientes alternativas:

– El administrado puede promover una solicitud de aviso de demanda ante el Tribunal Contencioso Administrativo competente, con la pretensión que se remita el expediente administrativo y que sea la máxima autoridad o el representante legal de la Administración involucrada la que informe quién es el emisor del acto anónimo y otros datos que lo identifiquen.

– El ciudadano puede demandar en forma abstracta al órgano institución, es decir, a la Municipalidad, al Ministerio, a la Superintendencia, etc.

– El interesado puede imputar la autoría del acto a aquel funcionario a quien la ley, en términos de regularidad, le otorgue la competencia para actuar.

Debemos acotar que estas u otras propuestas de solución requieren interpretaciones judiciales que potencien la tutela judicial efectiva a favor de los ciudadanos, adoptando criterios flexibles de admisibilidad que permitan resolver imparcialmente sobre el fondo de las reclamaciones. De otra manera, se fomentaría la impunidad y la “creatividad antiética” de la Administración para acometer maniobras anormales, buscando evadir así los controles de legalidad.

En el derecho comparado puede observarse una tendencia a que los tribunales castiguen las actuaciones de deslealtad o mala fe de la Administración. Los jueces son, por lo tanto, proclives al conocimiento de estas actuaciones, con miras a potenciar el derecho de acceso a la jurisdicción. Los tribunales españoles, por ejemplo, han señalado que ante esas actuaciones “tortuosas”, “confusas” y “poco ortodoxas”, no se debe privar al ciudadano de una resolución judicial sobre el fondo del debate.

Estamos convencidos que los operadores del Derecho deben aplicar el principio general que prohíbe beneficiarse de la propia conducta inmoral, irregular o antijurídica. El sistema de justicia no puede tolerar, fomentar o favorecer, actuaciones ilegítimas, dilatorias, desleales, negligentes e irregulares. Por el contrario, debe castigar con severidad a la Administración por ese obrar reprochable.

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