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Proporcionalidad versus eficacia en el combate a la corrupción

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Los agentes públicos o económicos que cometen actos corruptos lo hacen por definición, en el ejercicio de sus cargos y en una esfera de poder privilegiada. Lo que les permite abusar de una situación de monopolio, que les confía la administración y ocultar sus actos ilícitos, lo que permite su continuidad y reincidencia

Giovanna Vega Hércules – Experta en ética pública y políticas anticorrupción.

El enfoque internacional de lucha contra la corrupción suele identificarla con la delincuencia organizada y la económica. Así lo reconocen en sus preámbulos la Convención de Naciones Unidas contra la Corrupción y la Convención Interamericana contra la Corrupción, de las cuales El Salvador es parte. Es que los efectos de la gran corrupción impactan en el propio sistema económico y financiero de los países.

Es así como la corrupción, sobre todo la que se desenvuelve a gran escala, demanda ser analizada desde una dimensión económica. La conexión derecho y economía tiene un significado especial, cuando se trata de establecer el derecho como objeto de estudio desde el punto de vista económico, influyendo tanto el derecho económico como la economía, los que se entrelazan y configuran la metodología denominada Análisis Económico del Derecho.

La corrupción en sus múltiples manifestaciones obviamente son actos indeseables socialmente, porque el daño generado es superior a los beneficios sociales que la misma podría aportar. Desde esta perspectiva, la corrupción es un hecho ineficiente caracterizado por la transferencia puramente coercitiva de riqueza, realizada al margen del mercado, que constituye el medio de la más eficiente asignación de recursos.

Ahora bien, la cuestión es cómo enfrentar la corrupción tratando -al menos- de reducir su periodicidad, gravedad y efectos a fin de que en su conjunto, la respuesta reactiva de los estados sea la más eficiente posible.
En materia normativa, parece que la política criminal corre una suerte de péndulo ya que en ocasiones y en ciertos contextos algunas prácticas corruptas se controlan con medidas no penales propias del derecho administrativo sancionador; en otros, se traslada el control de un gran número de conductas al derecho penal. La delimitación de lo anterior, aplicando el principio de subsidiaridad, depende de un amplio margen de decisión legislativa sin que se aprecien criterios técnicos económicos que permitan sustentar por qué ciertas conductas son delitos o por qué son infracciones administrativas.

Frecuentemente, las sanciones o respuestas normativas que el estado brinda para combatir la corrupción adolecen de un conflicto entre eficacia y proporcionalidad, lo que ocurre cuando la sociedad no atribuye demasiada gravedad a ciertos actos de corrupción en relación con el resto de ilícitos. Ubicándola en una escala de menor de gravedad en la esfera penal o dejando su castigo al derecho administrativo sancionador. Lo que podrá considerarse adecuado si el único objetivo fuera la proporcionalidad, ya que la sociedad por medio del legislador evaluó que la sanción propuesta es la más acorde en relación al nivel de gravedad que le otorga a los actos de corrupción. Aunque  desde el punto de vista de la eficacia el objetivo no se logre. Esto es así, porque la eficacia de las sanciones se mide por su efecto desincentivador, que a su vez depende de la comparación que realice el agente potencialmente corrupto entre el coste de la sanción y el beneficio que pueda obtener con la comisión del ilícito.

Los agentes públicos o económicos que cometen actos corruptos lo hacen por definición, en el ejercicio de sus cargos y en una esfera de poder privilegiada. Lo que les permite abusar de una situación de monopolio, que les confía la administración y ocultar sus actos ilícitos, lo que permite su continuidad y reincidencia.

De lo anterior, se espera que acorde a la eficacia las medidas tomadas por el estado debieran ser más severas, ya sea trasladando los actos corruptos de mayor trascendencia económica y social al derecho penal, o agravando las penas, aún cuando la sociedad las considere poco graves por la menor lesividad que les representa.

Según el modelo económico del crimen, un agente comete un delito si los beneficios derivados de este exceden sus costos. Los costos son los gastos directos del acto criminal, como los de oportunidad del tiempo, el castigo esperado y la probabilidad de ser condenado.

Los sujetos de la corrupción, interactúan en el medio social como auténticos homos economicus, que se manejan con parámetros de costo-beneficios, de ahí que la corrupción sea propia de la criminalidad de cuello blanco, la cual produce un impacto antipedagógico y corrosivo en la sociedad, pues el sujeto disfruta de un vejatorio privilegio por diversas razones que suelen hacerlo inmune al sistema, generando unos beneficios financieros cuantiosos a su favor y correlativos perjuicios materiales al sistema económico y social de los países.

La respuesta de El Salvador para combatir la corrupción debe lograr un equilibrio adecuado entre proporcionalidad y eficacia, siendo necesario un análisis integral desde la perspectiva del derecho penal económico. Un equilibrio que analice la regulación existente a nivel administrado como penal, para evitar una inflación normativa propia de un sistema meramente simbólico, que lejos de combatir la corrupción la facilita.

Normas claras y eficaces, generarían un efecto desincentivador en el escenario de la corrupción.

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